terça-feira, 20 de outubro de 2009

El after work del atardecer porteño
En Buenos Aires hay una movida semi nocturna en constante transformación y de progresiva notoriedad; una especie de matinee para adultos, ni nueva ni subterránea, pero tampoco visible del todo. Encuentros diseminados por la ciudad que llegan a ser multitudinarios, unidos por cadenas de e-mailes y referencias boca en boca, en espacios más o menos itinerantes, a partir de los atardeceres de la semana laboral, de lunes a jueves, bajo una bohemia ceñida al hecho de que al otro día se trabaja.


Reuniones efectivas de cara al espontáneo propósito de que el trabajador de oficina rompa su núcleo duro de amigos con el ablande de un poco de alcohol económico, y llegue a entrelazarse más allá de la frontera de conocidos, sino para siempre, al menos por el resto de la noche. Son eventos para la diversión pura, fogoneados por los celulares y las sonrisas encantadoras de una activa peña de relacionistas públicos, quienes cumplen la función social no directamente buscada pero benéfica de combatir lo que llaman "el malentendido de la soledad".
Hace cinco o seis años, cuando sus orígenes, este rito era el Happy Hour, denominación a la que, tras algunas estratégicas sofisticaciones criollas que enseguida comentamos, se agregaron otras como Easy Hour, After Work o After Office.
Al principio fue la importación directa, una copia llana de lo que podía pasar en cualquier bar en Londres o Dublín. La costumbre arraigó en los irish bars del Bajo, y en alguno que otro de Recoleta. Mucha madera oscura laqueada y sobrecarga de posavasos de marcas de cerveza llegados de alrededor del mundo tapizaban los frentes de las barras; mortecinas luces amarillentas y verdes bibliotecarios creaban un ambiente exótico para los lugareños y familiar para los extranjeros huéspedes de los hostels y hoteles aledaños a la zona, quienes se empecinaban en atiborrarse, sobre todo en uno de ellos, no distinto de los demás, ubicado en San Martín y Marcelo T, seducidos por la tranquilizadora reiteración de temas clásicos del pop y el rock puestos a sonar en idéntico orden una y otra vez. Aquí la reina, la Novela de las bebidas, era la cerveza, y en especial la negra, densa e importada.
La cosa mutó, y a eso vamos, pero antes vale una aclaración: happy hour se llama a una promoción por la que se entregan dos consumiciones al precio de una, y que está sujeta a dos cláusulas claves: un estricto período de duración, es decir que su encanto se acaba a una hora determinada de la noche, y que el beneficiado deberá retirar sus dos bebidas en el momento mismo de la compra. La primera lleva a la aceleración del consumo sobre el último tramo previo al vencimiento, y la segunda obliga a alejarse de la barra con una botella en cada mano. Ambas, además de justificar su significado literal (hora feliz), estimulan la distensión, el compartir, y la facilidad de palabra.

Los miércoles

Equidistante del sábado pasado y del próximo, el miércoles fue elegido por el empresario Hernán Lange (30) para montar el After Office a partir de las siete de la tarde: último suceso porteño, el que hace estragos, el que se convirtió en inevitable para el reducido e influyente grupo de los que marcan la tendencia de la seminoche. Y ni siquiera es en Palermo, sino en el abandonado sur, en un sector retirado e inhóspito de San Telmo.
Los cientos que hacen la amontonada cola para entrar y que hablan por celular y se acomodan la ropa y chillan y a la vez corren peligro de ser aplastados por el impaciente 86 - desde donde los pasajeros miran incrédulos la movilización fashion -, no están en condiciones de prestar atención al cartel oficial que dice que Museum (Perú 535) es un edificio histórico construido a principios del novecientos como depósito de cereales, ejemplo de arquitectura industrial. Pero una vez superada la puerta, inevitablemente el lugar impresiona. El espacio central es similar a un hangar para aviones, rodeado por balcones que llegan a las cuatro plantas de altura, de donde todavía cuelgan las roldanas utilizadas para bajar y subir los sacos de harina.
A las 11 de la noche, mientras afuera una señora de chancletas pasea a su perro, adentro hay más de 2.600 personas ensimismadas en el baile electrónico del DJ Beto, en un oleaje similar al rave humano de Matrix Recargado, aunque todos vestidos con esmerada puntillosidad y sin tiempo que perder, porque saben que poco después de la medianoche la fiesta termina, y a casa que mañana se pone cuesta arriba.
Producto de un sutil instinto sociológico, la explicación del explosivo éxito de esta propuesta es la original combinación de elementos clásicos: el horario tempranero de la matinee, el tradicional happy hour, entrada libre hasta las 22 pero "filtrada" por el tipo de vestimenta (zapatos, saco y corbata para los hombres), la promoción por mailings en empresas, y lo más importante, el baile, con el que la experiencia llega a su punto más alto. Así, el pausado proceso usual de salir a cenar, tomar algo en un bar y terminar bailando en un boliche se ve atrasado dos horas y condensado a cinco, en un único lugar.
Los jóvenes de entre 25 y 40 años, "profesionales ABC1, mayoritariamente del corredor del río, Belgrano, Martínez, San Isidro, etc,", según dice Lange, comienzan a llegar a partir de las 19:30. "Los primeros son 600 comensales que vienen con una reserva previa. Por eso cada noche tenemos 60 personas trabajando en un menú que va del sushi a las pastas".
Es evidente que muchos llegan directo del trajín diario: hombres con carpetas llenas de papeles abajo del brazo y mujeres con bolsas de ropa de marca sobre las mesas; todos con celular. Al ser tan grande el lugar, es usual ver una señorita sacar el teléfono de la cartera y gritar, "dónde estás boluda?", mientras levanta la mirada, y en el segundo balcón ver a la referida agitar la mano, apretujada contra la baranda, entre el resto de los que fisgonean como desde la popular.
Sin embargo, para algunos lo de after office es sólo una manera de decir. "Las minas vienen super producidas, como nosotras", dice Vanesa, una abogada de 29 años con boina ladeada sobre una cabellera destellante que, sentada a una mesa con su hermana y una amiga, reconoce haber pasado antes por casa. "Si aquellas tres vienen de trabajar" dice, señalando otro grupo de chicas, "yo soy Clemente". Sobre el tipo de gente que frecuenta el lugar Florencia, hermana de Vanesa, dice que "hay mucha trampa, tipos de novios o casados que dicen que van a jugar al fútbol con los amigos. Aunque la verdad es que acá hay muy buena calidad de hombres, tipos con los que podés entablar una conversación, con proyectos y ambiciones económicas". Las tres toman muchas y happy duplicadas "187", unas botellitas que traen esa arbitraria cantidad de centímetros cúbicos de un prestigioso champagne, último producto de la genialidad del markenting, con tapa a gosca, y destinado sino a voltear, al menos a hacerle mella al clásico porrón de cerveza.
"Hay gente que quizá está todo el día con un overol y se pone el traje para venir acá, eso me parece decadente", dice, por supuesto que de estricto traje, Pablo Ahmad (29), también abogado, también con una "187" en la mano que no tiene en el bolsillo y con la que gesticula en minúsculos metonímicos círculos. "Las minas buscan al que caga a pedos, no al que cagan a pedos, y con el traje son todos iguales", dice, y da en el clavo de algo que pasa adentro: el traje distingue al tiempo que barre las distinciones (al menos entre los que no distinguen un traje de otro).

Los martes

"Los martes se pone La Cigale", es expresión que salta como chispa de soldadora eléctrica entre los consultados. Hay que caer a eso de las nueve pasadas."La movida creció y se fue corriendo hacia adentro de la noche", cuenta Gilles, uno de los dos gerentes y siete socios de este bar que resplandece azul y vacilante como el piloto de una estufa atrás de unos vidrios polarizados sobre la calle 25 de Mayo (al 722), cerca de Retiro. Al lugar lo fundó un grupo de franceses hace 5 años, gente "con mucho bar encima", según dice Gilles, en un porteño asentado sobre las ruinas de su francés provinciano del pequeño pueblo de Chateauroux.
A La Cigale le falta la uniforme elegancia y la parafernalia de noche de gala de Museum, aunque no la preocupación por las formas. Es más cool. Su promedio de edad, tres o cuatro años más bajo, y sus consumiciones, dos o tres pesos más baratas.
Verónica Racchi (20) y Wendy Moore (28) son parte de un grupo de 30 telemárqueters que desde un call center ubicado a dos cuadras venden diversos productos a Estados Unidos, en turnos de ocho horas. Los martes se juntan todos. "Incluso vienen nuestros jefes, y está bueno porque pagan tragos", dice Racchi, con un dejo de inglés que le quedó de sus años en Australia, de donde es su padre. A las ocho todavía es temprano, y mientras esperan toman una cerveza y charlan, iluminadas desde arriba por una lámpara naranja eléctrico, y un fondo de paredes revestidas con pequeños azulejos turquesas, que le dan a todo la frescura acuática de las piletas de natación.
Leonardo Washington es el barman moreno y de rastas a quien le toca cubrir la esquina de la barra, donde se juntan los habitues, entre ellos el artista plástico Jean Claude Burel, saludado por todos con gran afecto al entrar, y quien al poco, ya con un whisky en la mano, dice que los fines de semana son para los aficionados, que él no sale porque "en algún momento hay que estar al pedo". Roberto, otro de la ronda, también tiene un whisky, y dice que al argentino le cuesta ser fiel a un lugar, "en cambio nosotros hacemos todo lo que podemos". Hacia la medianoche la música sube, y llegar al baño ubicado en el fondo se complica.

Los lunes y los jueves

El maldecido lunes es el más difícil de los días para salir, pero en el extremo oriental de la ciudad los combatientes de la soledad y el tedio tienen su bastión de resistencia. Al pie de los piletones espejados de Puerto Madero, junto al geométrico Hilton Hotel, está el lisérgico restobar Asia de Cuba (O. Cossenttini 751), con su tono rojizo comunista, su ambientación selvática, y sus individuales de esterilla de bamboo. Durante la semana el lugar se nutre con los jóvenes ejecutivos de las tecnológicas aledañas, de los pasajeros del hotel, y de elegantes mujeres, algunas menos cándidas de lo que aparentan, que se acercan con la ilusión de que las inviten a dar una vuelta en auto. Los lunes a partir de las 20 es el happy hour. Con una "187" entre los dedos Augusto (45) le dice a Carlos (48): "Acá le erramos el target viejo, a mí me gustan las pendejas". La respuesta es cruda: "Pero las pendejas no gustan de nosotros boludo, mirá la buzarda que tenés".
Los verdaderos seres de la noche aseguran que el Club 69, que ahora funciona los jueves en el Niceto de Palermo (Niceto Vega y Humboltd), antes estaba sobre calle Corrientes, y agregan que el espíritu es el mismo: un lugar donde el mero turismo nocturno da paso al final incierto de las aventuras en serio, con mezcla de teatro, música y confusión de sexos y cuerpos en baile.

Nenhum comentário: