quinta-feira, 27 de agosto de 2009

Dormir no es tan fácil
Por Joy Persaud Las diferencias culturales también están en los hábitos de sueño
Si te sentís somnoliento una tarde en la oficina, lo más probable es que tengas que obligarte a permanecer despierto. Pero si Morfeo te llama mientras estás en España, la tradición te permitirá escaparte para hacer una siesta.

Dormir es un asunto tanto biológico como cultural, y su práctica difiere mucho en todo el planeta. Por ejemplo, si te diera sueño durante una reunión de trabajo en el norte de Kenia, nadie se inmutaría si cerraras los ojos.

La antropóloga Carol Worthman, directora del Laboratorio de Biología Humana Comparada en la Universidad Emory, en Atlanta, cuenta que un día vio a los jefes de la etnia gabra de Kenia discutir acaloradamente: “De repente, cualquiera se tapaba la cabeza con un trapo y se dormía. Aquí lo despedirían, pero allá, las reglas sobre cuándo uno puede dormir y cuándo no son muy flexibles”.

En muchas sociedades esta flexibilidad empieza en la infancia, porque los chicos están con sus padres todo el tiempo. En Bali, por ejemplo, muchos ritos religiosos se celebran a lo largo de la noche hasta que amanece, y niños y adultos duermen tanto como lo requieran, así que los bebés aprenden a entregarse al sueño entre la música y el ruido, y conservan esta habilidad hasta la edad adulta.

Dormir solos o en grupo es otra diferencia cultural relevante. En algunos grupos tribales de Indonesia y Nueva Guinea, las personas duermen juntas para darse protección espiritual. “Creen que cuando duermen se van al mundo de los espíritus, pero sus acompañantes las traen de vuelta”, explica Worthman. “El que duerme solo quizá ya no despierte”.

La antropóloga Gilda Morelli, del Boston College, hizo un estudio comparativo de los hábitos de sueño de los padres estadounidenses, y los indígenas mayas de Guatemala. Los bebés mayas duermen día y noche con sus madres, mientras que los padres estadounidenses ritualizan el sueño con duchas, pijamas, canciones de cuna y cuentos, y sus hijos suelen resistirse a ir a la cama. Las madres mayas, que no recurren a ninguna de estas cosas, duermen junto a sus bebés, y se horrorizan al enterarse de que los bebés estadounidenses duermen solos.

Jodi Mindell, profesora de psicología de la Universidad Saint Joseph’s, en Filadelfia, está realizando un estudio internacional de los hábitos de sueño de unos 30.000 niños menores de tres años. Los primeros resultados indican que el 86 por ciento de los niños de países asiáticos duerme en el cuarto de sus padres, cifra mucho menor al 22 por ciento registrado en países occidentales; y los niños de Singapur y Hong Kong comparten la cama de sus padres con menos frecuencia que los niños de Vietnam y la India.

Un efecto de esto es que, como los niños de los países occidentales se acuestan más temprano, duermen más que los de los países asiáticos. “Algunas de las razones son claramente culturales”, explica Mindell. “Un médico australiano dijo: ‘No hay nada que hacer aquí después de las 7:30 de la noche’, por lo cual la gente acuesta a sus hijos más temprano.

En Japón y Corea, por otra parte, los niños no se van a la cama hasta que papá llega a casa. La gente dice que se bebe mucho alcohol allí —es lo que los hombres suelen hacer después del trabajo—, así que no llegan a casa hasta las 10:30 u 11 de la noche, y sus hijos no se acuestan hasta esa hora”.

Los hallazgos de Morelli son parecidos. “En las comunidades donde trabajo, los niños son parte integral del mundo adulto”, dice:


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“Sólo en las sociedades occidentales se piensa que los niños deben dormir en un cuarto aparte e irse a la cama a las 7 de la noche, porque sus padres necesitan tiempo para estar solos”.

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De hecho, en el Reino Unido y en los Estados Unidos, las familias no empezaron a dormir en cuartos separados hasta la Revolución Industrial, y apenas en 1920 se hizo habitual que los niños durmieran solos. Hay algunas explicaciones posibles de este cambio: las casas con varios cuartos han estado al alcance del común de la gente sólo en los últimos 200 años, y algunos atribuyen el fenómeno a pronunciamientos de la Iglesia, ya sea en contra de la promiscuidad o debido a confesiones de mujeres muy pobres que asfixiaron a sus hijos porque no podían mantenerlos y luego alegaron que lo habían hecho accidentalmente mientras dormían juntos.

Con todo, compartir la cama tiene un aspecto positivo: estudios recientes indican que el contacto físico con la madre ayuda a los bebés a regular su respiración y temperatura, y quizá les brinde cierta protección contra el síndrome de muerte súbita.

El clima y la luz también influyen en los hábitos de sueño. Nuestro reloj biológico regula el ciclo de vigilia y sueño. Al empezar a oscurecer, nuestro cuerpo segrega melatonina, hormona que nos produce sueño, y cuando clarea el día, la luz reduce su secreción y aumenta la de cortisol; este eleva la presión arterial y la glucosa sanguínea, y entonces nos despertamos. El ciclo funciona bien en las regiones ecuatoriales, donde anochece y amanece en forma abrupta y donde las noches tienen la misma duración todo el año. Pero en las regiones más cercanas a los polos, la situación cambia.

El doctor Chris Idzikowski, director del Centro del Sueño de Edimburgo, ha pasado meses en los gélidos confines de Laponia, donde se registran grandes diferencias estacionales en los niveles de luz. “En esa región, donde hay un patrón invernal de luz y las noches son más largas, el sueño tiende a dividirse en dos partes”, dice. “Es una especie de insomnio, pero en realidad es una adaptación para pasar más horas en la cama”.

Hoy en día, en las regiones del mundo donde no hay luz artificial, la gente tiende a dormir y despertar a intervalos durante las horas de oscuridad. Pero si bien la luz eléctrica ha permitido a los occidentales trabajar y divertirse las horas que quieran, no modificó una costumbre diurna: la siesta. Este hábito, originalmente una adaptación al clima —dormir en las horas de más calor y trabajar durante las horas más frescas: por la mañana y por la tarde- es una tradición a la que algunas culturas se aferran, pero puede complicarles la vida a quienes no suelen hacer una pausa vespertina.

Hay pruebas de que dormir la siesta beneficia la salud. El doctor Dimitrios Trichopoulos, de la Universidad Harvard, realizó un estudio de alrededor de 24.000 adultos griegos sanos, para saber si la baja incidencia de cardiopatías en Grecia tenía relación no sólo con la famosa dieta mediterránea, sino con otros factores de estilo de vida. Observó que aquellos que dormían una siesta de por lo menos 30 minutos, tres veces por semana corrían un riesgo un 37 por ciento menor de morir de males cardíacos que los que no lo hacían. “La siesta reduce el estrés, y este es un factor de riesgo de enfermedades cardíacas”.

Aunque Trichopoulos admite que no hay pruebas suficientes de que las siestas prevengan estas afecciones, las recomienda como una práctica disfrutable:


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“Una siesta casi duplica la duración de la vida, porque uno despierta a las 5 o 6 de la tarde y se siente fresco para otras seis o siete horas de actividad”.


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Como en muchos países es difícil dormir la siesta tradicional de dos horas o más (porque la jornada laboral está organizada de otra manera y la gente suele trabajar lejos de casa), algunos expertos recomiendan hacer siestas cortas —de no más de 20 minutos— durante el día. Sara Mednick, profesora de psiquiatría en la Universidad de California, señala: “Mientras que en los EE.UU. y en el Reino Unido la siesta se considera señal de pereza y es sólo para niños y ancianos, en Japón es común esta práctica, al igual que en China, donde es un descanso merecido por haber trabajado mucho”. Mednick agrega que muchas empresas empiezan a admitir que ahorrarían dinero si permitieran a sus empleados dormir “siestas revigorizantes”, ya que cometerían menos errores: “Podrían hacerlo a la hora del almuerzo, así que trabajarían el mismo número de horas pero serían más productivos”.

Neil Harrison, gerente de operaciones de una empresa británica de consultoría, estaba harto de que los empleados bostezaran durante las juntas vespertinas, así que compró un EnergyPod, sillones relajantes, para que pudieran dormir la siesta. Ahora está convencido de que se encuentran más alertas y se han vuelto más creativos. “Viví cinco años en Francia —cuenta—, y la costumbre local de tomar dos horas para almorzar me parecía una falta de eficiencia y de ganas de trabajar. Ahora me doy cuenta de que es completamente al revés. El asunto de las siestas es un cambio de cultura”.

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